La corrida más estúpida y memorable de todos los tiempos
Para F.F
No me podía
dormir y soñé que Gallardo inventaba una
táctica insuperable. Era un 3-3-3-3. Me desperté feliz pero al segundo me di
cuenta que no se puede salir a la cancha con trece jugadores.
Al mediodía
tengo asado en la casa de mis viejos. No tengo apetito. Pruebo un pedazo de
vacío y es como si me hubiese comido un extraterrestre. Mi viejo me da una pastilla
y me siento en el sillón. Parezco Diego en el entretiempo de Argentina y
Nigeria. Cambio de canal porque la previa es insoportable: están hablando de
qué shampoo usa Wanchope. En el contexto de la mesa de Mirtha Legrand, Brenda
Asnicar es Eva Perón.
Empieza el
partido. Desde el principio me doy cuenta que no es una buena tarde/noche para
River. No hace pie en el mediocampo. Ponzio y Enzo Pérez se equivocan en los
pases. Pratto está muy aislado. El Pity intenta desbordar y no puede. Boca se
dedica a esperar, consciente de que es inferior a nivel equipo pero que tiene
mejores jugadores de ataque.
Llega el gol
de Boca. Ahí algo se rompe en mi forma de asimilar el mundo. Todo es confuso y
caótico, como una novela de Faulkner. No sé lo que sucede pero lo que sucede es
espantoso. Para coronar, Benedetto festeja con cara de velociraptor.
Termina el
primer tiempo y decido volver a mi departamento. Mi vieja no entiende nada. Yo
tampoco. ¿Te llamo un remis?, me dice (vivo a treinta cuadras). No, voy caminando, miento, pensando que voy a
conseguir un taxi.
Salgo a la
calle. Llovió y me resbalo porque me puse unas zapatillas que me compré en el
2015 y tienen la suela gastada. Empiezo a caminar por la calle y casi me pisa
un auto. Adentro reconozco camisetas de Boca y quienes las llevan me miran con
la cara de velociraptor de Benedetto. Es como esa escena del bebé diabólico de La pasión de Cristo de Mel Gibson.
Decido
cruzar por el medio la Plaza Mitre para llegar más rápido. No hay nadie. Solo
una madre y su hijo jugando en las hamacas. Me gustaría ser ese niño. O esa
madre. Me gustaría no estar protagonizando este cuento de un mal imitador de
Fontanarrosa. Entro a un kiosco y compro dos latas de Coca Cola. La señora que
atiende hace todo con una calma zen que comienza a desesperarme. Le dejo cien pesos arriba del mostrador y salgo.
Está loco, escucho que murmura.
Sigo por
Falucho, veo la hora: ya son las cinco y media, empezó el segundo tiempo. Empiezo
a caminar con más velocidad pero las piernas no me responden. Estoy
contracturado. Soy un idiota. Escucho que alguien grita “Gol”. Llamo a mi novia
preguntando quién hizo el gol. Al parecer nadie hizo el gol, fue un forro que
me vio caminando rápido y quería que sufriera más.
Lentamente,
sin quererlo, empiezo a trotar. Unos viejitos desde la vidriera de un
geriátrico me miran con tristeza. Recuerdo la cara de Benedetto y corro.
Siempre fue gracioso que un tipo alto, flaco y sedentario corra pero hoy lo es
más que nunca. Pasan unos amigos con la camiseta de Boca. Se ríen. Llevan
bizcochos y facturas para ver el segundo tiempo. Tengo ganas de putearlos,
porque además deben haber votado a Macri, pero por suerte me reprimo: eran de
esos tipos con corte de pelo a la moda, tatuajes y músculos de gimnasio. Me iban a cagar a trompadas. Además
no me habían dicho nada, sólo eran felices y yo no.
Llegando a
Tucumán detengo mi corrida patética y decido no ver el partido. Ya está, me
digo. No puede ser que el fútbol me convierta en un ser tan despreciable. Si el
género es una construcción cultural, me digo, ¿qué
mierda significa ser hincha de un Club? No vale la pena sufrir por 22
multimillonarios. No quiero ser hablado por el capitalismo. Camino lento un par
de pasos pero en vez de recordar la cara de Benedetto, me acuerdo de Astrada y
Hernán Díaz. De Medina Bello y de la Bruja Berti. Me acuerdo de cosas que no
viví: de La Máquina, de los 18 años sin salir campeones. Me acuerdo de cuando
nos fuimos a la B, de Enzo Francescoli, el jugador más spinetteano, de Aimar y
de Orteguita. Hasta me acuerdo de Ramón Díaz, al que nunca quise, y empiezo a
correr otra vez, ahora desesperadamente, como Forrest Gump, película que
estaban pasando en Canal 13 después de Mirtha. Nunca sabés qué te va a tocar en la caja de bombones, ¿no, Forrest?, capaz que se lo damos vuelta.
Llego casi
sin fuerzas al ascensor. Diez pisos. ¿Para qué mierda me mudé a un décimo piso?
Tarda una eternidad en pasar del cuarto al quinto. Si me estuviese cagando hubiese sido menos dramático.
Al entrar al
departamento recuerdo por qué me quedé a ver el partido en lo de mis viejos, si a
mí me gusta ver los partidos solo como loco malo: no tengo cable. Surfeo en los
laberintos llenos de spam de Internet.
Consigo un
streaming en HD. Me perdí los primeros quince minutos. Parece Rayo Vallecano
vs. Boca de Galicia: es una transmisión de la televisión española. De pronto
escucho un acento conocido. Es Valdano. Es el fucking Valdano, el intelectual
más grande que salió de una cancha de fútbol, el tipo que antes de Argentina vs.
Inglaterra en el 86 dijo: “Este es el partido para que se confundan los
imbéciles”. Y siento en carne propia cómo es ser un imbécil que se confundió.
La narrativa
española me tranquiliza. Se ríen de la rusticidad del juego. Valdano cada tanto
manda genialidades:
“Hay
partidos que duran días, hay partidos que duran meses, hay partidos que duran
años. Éste es uno de esos partidos”
Valdano
entiende la carga histórica del partido en tiempo real. Es Borges. Es Jorge
Luis Valdano. Quintero, que (creo) entró por Ponzio y la está rompiendo, le
pega de media distancia y la manda a la tribuna. Valdano explica: “Respeto a
los jugadores que hacen cosas extrañas en los últimos veinticinco metros de la
cancha”. Yo también, le respondo al monitor.
Si los justificados anti fútbol supieran que, además del negocio, los barrabravas, la xenofobia y la homofobia, existe Valdano, no
odiarían tanto este deporte de mierda.
De repente
hace el gol Pratto. Es una jugada de otro partido. Lo grito al borde del
desmayo. Empiezo a toser, casi vomito el extraterrestre que me comí a las dos
de la tarde. River se planta bien en la cancha. Es el equipo de Gallardo. Un
equipo de lujo que combina el buen gusto tradicional de la banda roja con una
personalidad para afrontar partidos difíciles pocas veces vista en este Club.
Pero River
se queda y Boca, con más entusiasmo que ideas, vuelve a equilibrar el partido. Tevez
en el banco me recuerda al 2004 y me tapo la cara y los oídos, no sólo porque imagino
escenas de terror en los próximos minutos, sino porque el gol de Pratto me lo
anunciaron con un par de segundos de anterioridad mis vecinos: el streaming viene
con delay y si hay gol de Boca, no quiero morir dos veces.
El
suplementario es algo que sin dudas sucede en el plano metafísico. Los
jugadores están entre desbordados y hechos mierda. La pelota vuela por los
aires. River tiene más claridad pero en frente está Boca que, por decirlo de
una manera sofisticada, está acostumbrado a ganar clásicos con el orto más que
con las piernas. Puede pasar cualquiera cosa. Los relatores españoles siguen
cagándose de risa pero ya no me calman. Valdano lanza carcajadas histéricas,
impropias de él, debe sentir lo que Borges cuando vio el Aleph, pero éste es el
Aleph engordado.
Lo echan a
Barrios al toque. No hay nada más improductivo que tener un jugador de más en
un clásico: te dejan la épica servida. El superclásico más bizarro de la
historia se convierte en la lucha simbólica eterna: River, enarbolando las banderas
de Apolo, intentando jugar por abajo con Enzo Pérez, Quintero y Pity a la
vanguardia; y Boca, el equipo de Dioniso, haciendo todo bien menos jugar al
fútbol, por supuesto.
Después del
golazo de Quintero pierdo la linealidad temporal. No sé bien si fue antes o
después de que se rompiera el pobre Gago. La emoción me lleva a ser piadoso. El
arquero de Boca se la juega antes de tiempo y River se pierde el tercero tantas
veces que se impone esa vieja máxima que atraviesa las décadas: “Los goles que
no se hacen en el arco rival, se pagan en el propio”. Y a punto está de
cumplirse la ley cuando Jara, sí, creo que es Jara, encuentra una pelota
boyando en el borde del área, pero pega en el palo. Y ahí, recién ahí, cuando entiendo que además de jugar mejor, tenemos la suerte que tuvo Boca desde que Latorre nos dio vuelta un 3-1 en 1991, siento que River va a ganar la
Copa Libertadores.
El Pity
marca el tres a uno con el arco solo. Termina el partido. Busco en Youtube el
himno de River de Copani y lo canto a viva voz, como un demente. Tengo las
ventanas abiertas y se escuchan bocinazos. La vecina sube la persiana y me
mira. “Disculpe”, le digo. No sé si me disculpa, creo que estaba durmiendo.
En la cancha
le hacen una nota a Francescoli, está emocionado. Enzo Francescoli está
emocionado y yo también me emociono con él. En el Santiago Bernabéu suena la
parte de “Dale alegría a mi corazón” cantado por el hincha de River más hermoso
del mundo: Luis Alberto Spinetta. Llamo a mi viejo, de quien no me despedí
cuando salí de mi casa en la corrida más estúpida y memorable de todos los
tiempos. No sé bien qué decirle, no tiene sentido comentar el partido ni explicar
por qué me fui cuando terminó el primer tiempo, así que recurro al lugar común
y a la literatura barata, que tantas veces se parece a la vida: “Che, pa, gracias
por hacerme de River”.
- La conversión de la piba
- Fragmentos y apuntes para una novela no escrita. Año 2008
Ya saldrá un libro próximamente de algún periodista bostero contando ese lado de la historia
cuantas historias de ese memorable dia. Por ahora solo pude leer de hinchas de River. Estaria bueno saber que pasaba por la cabeza de hinchas de Boca y como pasaron de la extasis del gol de Benedetto a ver como esa camiseta numero 10 de River, se hacia mas y mas chiquita hasta que esa hinchada detras del arco de Boca, donde estaban casi todos los jugadores en ese momento, estalló.