Fragmentos y apuntes para una novela no escrita. Año 2008
CAPITULO I
Cruzó Ocean Avenue hasta Palisades Park. A su izquierda quedó el Santa Mónica Pier y a su espalda el hotel donde paraba desde hacía dos semanas. Una placa de bronce en su fachada art deco informaba que se era un sitio declarado histórico por el condado. Bajó y subió por las largas y empinadas escaleras de caracol hasta llegar a la playa. Tenía dos cigarros lanceros cubanos protegidos por una cigarrera de metal plateado, una caja de fósforos de madera en el bolsillo derecho del pantalón, y una petaca de peltre llena de Wild Turkey 101 en el izquierdo. Caminó por la ancha playa hasta llegar al mar. Era el atardecer de un domingo de marzo. Todavía había sol, y hacía frío. Un día sin niebla, perfecto. Tarareó el primer fragmento de una canción que le había enseñado su papá hace mucho tiempo, durante el primero de aquellos veranos de Pinamar que cada tanto evocaba (cuando aún lo amaba, a su papá lo amaba, lo amaba tanto) Christ, Marx, Wood and Wei, led us to this perfect day.
El chico se aproximó apenas lo vio, como lo hacía todos los días. Era alto, no tanto como él, claro, pero alto, delgado y pálido. Su mirada era rara. Un ojo, el derecho, parpadeaba. El izquierdo, no, o por lo menos no siempre. En cambio, el tic del derecho nunca cesaba. Con un cigarrillo en la boca le pidió fuego y volvió a contarle lo que habitualmente le contaba cada mañana: que era de Tennessee, allí había transcurrido su infancia, y que estaba de paso por California. Hablaba sin pausas, con tono monótono y adolescente. Recitaba su discurso diario como si fuera una lección aprendida de memoria porque se lo había ordenado una maestra de una high school pública de condado modesto de Montana, tipo Anaconda, bajo apercibimiento de detention. Por lo general, el cuento terminaba cuando afirmaba que cuando llegara el verano, volvería a Europa. Que amaba París, y también Roma, aunque para vivir prefería Londres. Contó una vez más que desde que se había graduado en el college viajaba todo el tiempo. Que pasarían años para que empezase a trabajar, porque dinero no le faltaba. Le preguntó si él había viajado alguna vez. Él no contestó. Nunca le contestaba. El chico repitió que uno debía viajar y viajar, que era lo mejor que podía hacerse, vivir la vida. Lo escuchó, como cada uno de todos los días de las últimas dos semanas, sin interrumpirlo y sin que su humor se alterase por el nítido desacople entre el chico y su historia. Había calculado su edad. Suponía que ni siquiera habría cumplido dieciocho años, aunque hablara como un veterano. A pesar de que sólo lo había visto en traje de baño, y no conocía la calidad de la ropa que usaba fuera de la playa, supo que era un chico blanco de clase media, más bien pobre. De clase media baja, en realidad.
Pasó media hora. A la media hora el chico siempre se iba. Pero esta vez algo cambió. Se acercó una mujer rubia. Agradable. Vestía un traje de baño entero y lucía un bronceado parejo. Le habló al chico con voz suave, pero firme. Le reprochó que nunca la escuchaba. Le ordenó que terminara con su maldita costumbre de hablar con extraños. Le dijo que eso era peligroso e impropio. El chico se había quedado callado. Su rostro permanecía impasible, como si esperara arrancar otra vez. El parpadeo de su ojo derecho apenas si se aceleró un poco. Después de dar el sermón, la mujer se dirigió a él. Lo miró fijamente y extendió la mano derecha para estrechar la suya. Le dijo que era Susan, la madre de Danny, y que lo disculpara. “Siempre habla con la gente, cuenta cuentos. Dice que es de Tennessee, no sé por qué tiene una fijación con Tennessee. Es una manía. Y dice que es rico, que vive en Europa. No sé por qué lo hace, ya se le pasará. Miente. Todos nosotros somos de California, sabe, aquí nacimos y nunca cruzamos la frontera mejicana, ni siquiera el límite estatal. Ninguno de nosotros. Ni mis padres, ni mis hermanos. Tampoco mi esposo y sus padres. Mi marido es policía en Beverly Hills, sabe. Pasó el examen de ingreso fácil. Lo tomaron por su figura. Es muy apuesto. Los quieren así, como si fuesen actores, para la policía de Beverly Hills. Yo trabajo limpiando casas. Somos de acá, sabe, nunca nos movimos, pero Danny sigue con sus cuentos, es un soñador”. La voz de la mujer tenía un acento muy cerrado, extraño, y se entrecortaba, pero pudo entender lo que decía. Ahora él habló. Le dijo a Susan que el chico no era tonto, que sabía lo que quería: dinero. Por eso inventaba la historia. Le dijo que si quería dinero, era un chico inteligente. Había descubierto temprano lo que a otros le llevaba la vida. “Lo que importa en la vida, Susan, es el dinero. Lo demás viene solo”. Pero le admitió que a primera vista se notaba que no era un chico totalmente normal. Por eso la aconsejó. Le dijo que hiciera una consulta médica. Quizás estuviera enfermo. Sonriendo para que no se ofendiera, sugirió que tal vez su hijo padeciera una enfermedad hereditaria y peligrosa. Sin demostrar siquiera un atisbo de su crueldad, le preguntó si ella o su marido padecían de encefalitis límbica paraneoplástica, o algo así, por ejemplo. “Sabe, es un síndrome que se caracteriza por alteraciones de comportamiento, trastornos de memoria reciente, y crisis epilépticas”. “¿Danny tiene ataques epilépticos?” Ella no contestó. Tal vez no comprendía lo que él decía. O no quería entenderlo. O la molestaba el significado de sus palabras. De cualquier forma a él le pareció que una mueca de tristeza le cruzaba el rostro. Tal vez se lo imaginó, pero en todo caso le gustó que ella se sintiera mal. Le gustó mucho. Quedó complacido, de buen humor. Era unos de esos días en que se divertía con cualquier cosa.
Danny y Susan se despidieron y fueron a unirse a un grupo que jugaba a las cartas. Eran diez o más personas apiñadas bajo una carpa de campamento. Dedujo que eran los abuelos, padres y hermanos de Danny. Fumaban y reían. De vez en cuando lo miraban, y volvían a reír. La playa fue despoblándose. El grupo de Danny y Susan también se fue. Pudo distinguir la figura de la madre delante de todos, pero en cambio no la de Danny. No se inquietó porque supuso que caminaba entremezclado con los demás. Se acercaba la noche. Y con ella el clima se tornaría más frío. Se enfundó en el sweater negro de cachemira que llevaba sobre los hombros. Quería mucho a ese sweater, se lo habían regalado (¿quién, Mary, July o Peggy?, sonrió) para sus treinta y nueve. Dentro de poco cumpliría cuarenta. ¿Lo festejaría? Su padre siempre repetía que lo que “no has hecho a los cuarenta, ya no lo harás”. “¿Cuántas cosas no habrá hecho mi viejo?” pensó. Se dio cuenta que más tarde el sweater ya no sería suficiente abrigo. Pensó en sentarse debajo de uno de los puestos construidos para los bañeros, al reparo del viento. Había uno cada cien o doscientos metros. Todos iguales. De madera gris. Podría fumar sus cigarros, beber y pensar. Sobre todo pensar. Estaba tranquilo, nada de lo que le sucedía lo alteraba demasiado, pero quería meditar sobre lo que vendría. De tanto en tanto lo asaltaba una sensación rara que lo atemorizaba. La deba una especie de miedo a que se descubriera lo que estaba pasando. No tenía ningún sentido, pero se daba cuenta, percibía que existía una conexión entre el chico y lo que había pasado, o estaba por pasar. O terminara pasando. Se dijo que de ninguna manera valía la pena ponerse nervioso. Y no lo haría.
CAPITULO 2
Dejó el auto en un estacionamiento en la calle La Cienega. Era uno de esos public parking donde las primeras dos horas gratis. Serían suficientes. Cruzó Melrose Avenue y llegó al Le Pain Quotidien de Melrose Place. Se sentó afuera. Pidió un café con leche y se quedó mirando al perro que acompañaba a la gorda de la mesa de al lado a su derecha. Lo comparó con el collie barbudo de Danny Faraldo y su mujer inglesa embarazada que estaban sentados tres o cuatro mesas más allá. El lebrel le pareció menos atractivo que el collie. Saludó a Danny y a la inglesa preguntándose por qué vivían en Los Angeles. Trató de recordar lo que alguna vez le habían dicho, que el suegro estaba mal en Londres o algo por el estilo. Los saludó sin levantarse con su mejor sonrisa, no fuera que se ofendieran. Quince minutos después la mesa de su izquierda la ocupó un grandote con un cuerpo producido por horas de gimnasio. Cara de chicano americanizado. Se sentó poniendo su espalda contra la suya. Hablaron buscando la manera de que nadie se diese cuenta. Cada uno tenía su celular con los audífonos puestos y fingían estar hablando con ellos. Le pareció una imbecilidad, si los estaban vigilando seguro que se darían cuenta. El contacto físico de la espalda del otro le gustó. No supo por qué, pero le gustó. Una espalda casi tan grande como la suya que y transmitía el calor de la amistad.
“Soy Frank, ¿te dijo Ira?”, largó el otro en castellano.
“Claro que me dijo, boludo, ¿por qué crees que estoy acá, porque me gusta caminar por Melrose? Cualquiera camina por Melrose, es el único lugar en esta puta ciudad que se puede caminar. Andá contándome cómo arreglamos”
“Me tenés que pasar la data de tu viejo, el barrio, cómo llegar, viajo en la comitiva de Valenzuela y ahí liquido el asunto”
“¿Vos crees que te van a nombrar para integrar la comitiva de Valenzuela? ¿Pensás que es fácil? Es una broma”
“Para mí sí. Voy de custodia. Estoy hace bastante en la agencia, les puedo pedir ir. Me deben una en serio, me la pagan así, con un viaje a Buenos Aires sin mucho que hacer y buena guita”
“¿Y por qué te deben una?”
“¿Sabés que pasa? Yo con lo de Cartagena no tuve nada que ver, la fiesta la armaron otros, los de la custodia oficial del águila negra, por eso me la deben”
“¿Lo de Cartagena? A ver, ¿de qué estás hablando?
Creí que lo habías leído en algún sitio, o que Ira te había contado, Hace un tiempo hubo una reunión en Cartagena de la OEA, yo fui con la delegación como apoyo de seguridad,”
(Describir a Protagonista 3. De origen latino. Frank puede ser un nombre apropiado. Es FBI o algo así. Un guardaespaldas. Trabaja dentro y fuera de EEUU. Va usualmente en las delegaciones de funcionarios menores. En este caso se las arregla para integrar la comitiva de Valenzuela que va a Buenos Aires. No le es difícil obtener que lo nombren. Para él es una tarea menor, algunos contactos, no conozco Buenos Aires, salvo de turista ahí no vas, está buena la noche etc. Etc. Antes de que inicie su estrategia para integrar la comitiva de Valenzuela, hay una especie de contacto, un llamado, algo, entre Protagonista 1 y Protagonista 3, sin que el lector alcance a percibir que existe. Tal vez no un llamado, sino alguno de los que podrían denominarse Contactos imperceptibles (de estos habrá más de uno en el relato). Pero sea como fuere está claro es que Protagonista 1 aparece, y Protagonista 3 también, aunque haya que dejar flotando la duda sobre a quienes el relato se refiere. Puede ser un contacto en un bar, en Melrose Place, espalda con espalda, no sé. Si es en Melrose Place hay perros. Definitivamente hay perros. Poner en Google Melrose Place Restaurant y sale todo, calles etcétera. La partida de la comitiva, los diálogos en le avión, puede ser que haya que dividir el capítulo en dos)
MATERIAL PARA EL ÚLTIMO CAPITULO
Fue hasta la orilla por última vez, calentándose con los restos del sol. Una brisa suave venía del mar: Encendió el primer lancero. Nadie le prestaba una atención particular. ¿O sí? Caminó hasta el puesto gris más cercano a las escaleras de caracol. Estaba cerrado como los demás. En uno de los lados de la casilla montada sobre una estructura rudimentaria de madera agrietada decía “LIFEGUARD OFF DUTY. No Salvavidas Trabajando. Emergency Telephone 911. KEEP OFF. AC”.
“Yanquis de mierda, debieron haber usado un castellano mejor”, pensó.
Bebió de la petaca. Se acurrucó debajo del puesto de los bañeros, y trató de recordar los detalles de la historia. Lo que había pasado, y lo que sucedería. “Es una petaca grande, tengo dos lanceros. Espero que me alcance el tiempo”.
Se acordó de la noche anterior. De la chica que iba con el tipo más bajo. Lo habían abordado en uno de los ascensores del hotel, el más grande de los dos, que tenía la velocidad de un montacargas y el tamaño de una suite, un ascensor de época, de boiserie, parecido al de la Casa Rosada en el que lo paseaba su papá cuando trabajaba en la presidencia, el que la Infanta Isabel regaló para el Centenario. Los cuatro le tocaron el saco. Black velvet man, Black velvet. Les dijo que sí. El ascensor estaba bien, iba lento, pero era grande. Los chicos no eran tan chicos, tendrían unos treinta años. Una de las chicas se parecía a la Grace Kelly de la Rear window . La había visto una vez por televisión, y se enamoró locamente de ella. Después compró una copia de la película. En español le habían puesto «La ventana indiscreta». Explotaba cuando ella decía «Mr Doyle I Presume», tomado suponía de Stanley y su célebre “Doctor Livingstone, I presume?” Lo calentaba Grace Kelly. Al tiempo, todavía en Buenos Aires, había descolgado el guión de Internet.
Se acordó de los chismes una vez que leyó en Wikipedia que She was performing in Colorado’s notable Elitch Gardens when she received a telegram from Hollywood producer Stanley Kramer, offering her the starring role opposite Gary Cooper in High Noon. According to biographer Wendy Leigh, at age 22 Kelly had an off-set romance with both Cooper and director Fred Zinnemann. High Noon would go to be a popular film of the 1950s.) También se acordó de parte del guión de Rear Window, la parte que más lo ponía a mil: We see her full facial beauty for the first time. It is a warm, intelligent face. Hitchcock era un grande.
Decidió fumar el segundo cigarro. La petaca estaba vacía. Volver al hotel para llenarla le pareció un exceso. Si se sentía tan bien aquí. Pensó que en realidad nunca se había sentido tan bien, tan vivo y satisfecho. Ni siquiera durante el desayuno con MrDoyleIpresume. Ni cuando les partió la cara a los chicos en el ascensor. Más vivo y satisfecho que cuando se recostaba a fumar cigarrillos después de cabalgar por las noches como un salvaje en el campo, cuando aún no había dejado los cigarrillos y la marihuana y los reemplazó por los habanos. Lo había logrado. Parecía increíble, pero lo había logrado. Cuando se acabase el dinero pediría más. Y cuando ya tener dinero no le fuera suficiente, fantaseó, exigiría el chip. Y con el chip, mandar.
Escuchó un ruido, y luego otro, y otro más. Al principio lejanos, pero nítidos, estruendosos, casi de inmediato. Percibió movimientos a sus espaldas, sobre Ocean Av. Se reincorporó sosteniendo con la mano derecha el cigarro recién encendido. Protagonista 3 se despertó y preguntó qué pasaba. Los ruidos se entremezclaron, y el estrépito se hizo atronador. Levantó la vista y vio que dos helicópteros se aproximaban desde el mar. Otro venía desde la ciudad, a su izquierda, y un cuarto desde la zona de Malibu. Pronto se juntaron sobrevolando desde unos veinte o treinta metros la casilla gris. Protagonista 1 decidió volver al hotel. “Mejor me voy”. Aunque no sabía de qué se trataba todo el operativo, intuyó que de alguna forma quedaría involucrado. Le dijo a Protagonista 3 que saliese de debajo del puesto de salvavidas para ver la filmación. “Es un shooting, man, maravilloso”. Era una redada de proporciones. Se asustó un poco, “no fuera que la hubieran montado para otros, y terminara complicado”. Ya erguido, advirtió que cinco o seis patrulleros alumbraban con sus faros desde la avenida en dirección a la casilla. Había también cuatro ambulancias y un camión de bomberos. Parado sobre un banco de Palisades Park, un policía hablaba. Tenía un megáfono. “Salga despacio con las manos en alto. Aproxímese a cinco metros, y permanezca en silencio. Tire el arma”. “Dale, andá” urgió al Protagonista 3, “es un cago de risa, está buenísima la escena”. Protagonista 3 asintió, risueño y enamorado. Con lentitud caminó por la playa, subió y bajó las empinadas escaleras y enfrentó al del megáfono. Unos cincuenta policías uniformados lo apuntaban con escopetas de caño recortado. Llevaban cascos, y gafas como las que usan los esquiadores. Debajo de la casilla, Protagonista 1 se esperanzó. Quizás realmente estuviesen filmando una película policial, o una de ciencia ficción.
(Acá van los tiros contra Protagonista 3)
Dos detectives vestidos con trajes de calle se acercaron. Le ordenaron cruzar las manos por detrás y lo esposaron. “Queda arrestado por violar las reglas impuestas por del Condado de Santa Mónica. Permanezca callado. Tiene derecho a un abogado”, dijo uno de ellos. Después le leyó sus derechos, y las reglas violadas. “Le hago saber que según el Código Municipal de Santa Monica, sección 4.44.020 entre otras cosas, dispone que no se puede fumar en el parque, y por las secciones 4.55.100, 4.04.160, 4.08.010, 4.08.020, 4.08.025, 4.08.070, 4.08.080, 4.08.095, 4.08.190, 4.55.070, 4.08.200, 4.08.210, 4.12.100, 6.36.100, y 3.12.560 está prohibido hacer fuegos o fogatas, traer perros a la playa, jugar a la pelota en determinadas áreas, deben obedecerse las órdenes de los bañeros, no se puede vestirse o desvestirse en público, arrojar basura, o beber alcohol” Escuchó en silencio, procuró calmarse, pero perdió la paciencia y reaccionó. “Oiga, no sea ridículo. Tanto escándalo por unos tragos y un par de cigarros. El arresto es inadecuado. E ilegal. Las prohibiciones de Palidases Park no se extienden a la playa, salvo la que se refiere a los perros, y a mí no me gustan los perros”
(Es el día del narrador. Habla de lo que ya no podrá conversar con sus padres. Los indicios hacen suponer que están muertos, o están por morir.
Va refiriendo cosas de su vida personal (recordar conversación de la mina en el subte, boluda, boluda, no tengo guita, no tengo sala, me escapo del laburo, hoy es 10 y estoy sin un mango, no puedo hacer un regalo a fulano y fulana, no doy más, esto ya no va a cambiar, lo quiero y todo, pero no aguanto más)
Se entrelaza con el desarrollo del día, su día, el último parece etc. etc.
Termina a la noche, cuando llega, el departamento sin vigilancia, la llave, las mucamas del afano chico, durmiendo, los padres despiertos o durmiendo, o uno y uno, la llave de gas, la hermana lejos, o el hermano, los bienes, la plata, la frialdad, ya vivieron, es mejor así, no hiciste fortuna, pero él sí, la plata no se reparte, augurios de una vida feliz)
- La corrida más estúpida y memorable de todos los tiempos
- Hombre de la esquina rosada