Una Lección de Vino en Florencia

Estoy en julio en Florencia, sin embargo el verano allí es más benévolo que en otras ciudades y regiones de Italia.

El calor es fácilmente tolerable al deambular entre las maravillas del arte expuestas en sus calles, plazas y galerías. Todo el que pasó por allí, seguramente vivió momentos muy especiales y sentidos frente a alguna estatua, friso, cuadro u obra artística que por alguna mágica razón tocó fibras muy íntimas y sensibles de su ser.

Luego de tres días de disfrutar este universo de arte, admirar la arquitectura espléndida de sus construcciones, luchar para evitar que las rápidas manos de los gitanos callejeros se queden con alguna de nuestras pertenencias; fotografiar incansablemente la imagen del Ponte Vecchio desde todo ángulo imaginable; y sostener interminables conversaciones con los joyeros y anticuarios que pululan en las calles de la ciudad; nos dispusimos con mi esposa a pasar la última noche en alguno de los afamados y excelentes restaurantes que ofrece la ciudad.

Consultando nuestra guía Michelín, leemos con sorpresa y agrado, que una de las mejores opciones estaba en la azotea de nuestro propio hotel. En efecto, el restaurante del último piso del Gran Hotel Baglioni tenía fama de disputar la categoría del mejor restaurante de Florencia.

Reservaciones mediante y adecuadamente vestidos para la ocasión, nos enfrentamos deslumbrados ante una noche de verano absolutamente espectacular, en una azotea antigua cuidadosamente decorada y con una vista nocturna de las mágicas cúpulas de la ciudad a nuestro alrededor que hacía del comer una actividad casi superflua.

Suave música melódica ejecutada por un conjunto de cuerdas en vivo; mesas amplias y distantes entre sí; un servicio de mantelería, vajilla y arreglos florales de insuperable calidad; y múltiples planos de ubicación de las mesas siguiendo los caprichosos desniveles de una añeja y amplia azotea.

El maitre, en sus cincuenta, luciendo un impecable smoking nos da la bienvenida y nos ubica de inmediato en una cómoda mesa circular. Rápida entrega de menús y luego de detallar profusamente las sugerencias especiales del chef para esa noche, nos abandona para nuestra tranquila selección.

Si bien siempre he efectuado mis viajes con un presupuesto relativamente cómodo y adecuado a un nivel de consumo razonable, invariablemente existen momentos en que uno pretende algo tan simple como disfrutar de lo mejor (lo que suele estar asociado a costos astronómicos).

En esos momentos, pasan por la mente las tradicionales justificaciones del turista cuando se enfrenta a la tentación de producir un desvío fuerte de su pauta presupuestaria.

Excusas del tipo “una noche de vida es vida”; “después de tanto trabajar tengo derecho a darme un gusto”; “quien sabe si alguna vez volveré aquí”; “vivamos el presente”; y otros pensamientos de ese tipo, dan soporte a una inevitable decisión hedonista e irresponsable que lleva finalmente a un cierto salto al vacío.

En mi caso, esa noche, mi salto al vacío consistía en elegir alguno de los mejores y más caros vinos italianos de la lista, a pesar de saber que mi esposa no consumiría ninguna copa del mismo, simplemente porque no le interesa.

Aún así, muy entusiasmado por la oportunidad de saborear un vino de nota, y haciendo gala de un sólido egoísmo, claramente atenuado por el recuerdo de alguna joya comprada anteriormente para ella, seleccioné un Brunello de Montalcino 1994.

Enterado el maitre de mi elección, cambió no sólo su mirada hacia nosotros, llenándola de un inusitado respeto, sino que cambió personalmente las copas de mi mesa, colocando unas Riedel de amplio volumen, absolutamente indicadas para el acontecimiento.

Es tal el respeto que los italianos tienen por sus grandes vinos (como corresponde)  que al solicitar el Brunello, la reacción que produjo en mi entorno casi me hizo sentir que había entrado a pertenecer a una logia secreta y ancestral conformada sólo por los anónimos consumidores de vinos de ese nivel.

Lamentablemente, mi torpeza en los sucesos posteriores, seguramente provocó mi expulsión inmediata de la misma, si es que existe.

Ejecutando el proceso con la meticulosidad de un experto, abrió la botella y sirvió una generosa porción de bebida esperando mi testeo y aprobación. Lo hice sin más trámite, algo turbado por la grandilocuencia del rito, y levemente apresurado para requerir la comida, la cual según la tradición italiana consiste en entrada, primer plato, plato principal y eventualmente postre.

El maitre se aleja, y aparece el mozo de turno. Clásico porte italiano del norte, elegante, 40 años, moreno y al decir de mi esposa, sumamente atractivo.

Desde el primer instante en que se acercó, su mirada se posó alternativamente sobre la botella de Brunello y sobre mi propia cara. Nunca supe si sólo se limitaba a esperar la orden de la comida, o si estaba evaluando si yo reunía las características humanas razonables para merecer el consumo de semejante vino.

Como sea la verdad, cometí el estúpido y usual error del cliente que pregunta, sobre cada plato elegido, si el mismo resulta bueno en opinión del mozo.

¿Que se puede esperar como respuesta? No, es muy malo; Ni se le ocurra pedirlo; Es de lo peor que prepara el chef; El último cliente que lo consumió murió hace poco tiempo intoxicado y en medio de violentas y muy dolorosas convulsiones.

Hago el pedido completo en ese momento:

La Entrada: Una sopa de legumbres con mariscos. ¿Le parece buena?

Sí, es de lo mejor, fue su lacónica y obvia respuesta.

El Primer Plato: Unos malfatti con funghi. ¿Le parece bueno?

Con tono menos respetuoso, algo cortante y sin desviar su mirada del vino, dice: Sí, es una especialidad de la casa.

Plato Principal: Un lenguado con salsa roja. ¿Le parece bueno?

Claramente superado por las circunstancias y muy excedida su tolerancia y capacidad de comprensión, me miró seriamente; bajó el tono de su voz para hacer la situación algo cómplice, y señalando el vino abiertamente con su mano me dijo:

            “Ma signore, con questo vino cualquier cosa e buona”.

La lección fue dura pero clara: Con semejante vino delante ¿quien se preocupa por la comida?

Podía haber pedido tranquilamente tan sólo un pan con manteca, que para el caso era lo mismo que pedir el plato más elaborado o sofisticado que el chef pudiera producir, sin por ello haber disminuído un ápice el respeto, estima y admiración del temperamental mozo.

En realidad, la belleza de la noche florentina, la embriagadora música de cuerdas, el impecable servicio del lugar, la adorable compañía de mi esposa y las mágicas cúpulas de la ciudad jugueteando en la penumbra a nuestro alrededor, tan solo rendían un respetuoso homenaje al sublime, inexplorado, majestuoso e inolvidable placer de beber un Brunello de Montalccino.

15 pensamientos en “Una Lección de Vino en Florencia

  1. Tod Joles

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    Un bello relato tan solo opacado por la belleza de la noche florentina, un vino de otro mundo y tu compañía. Con semejante marco, «qualche cosa è buona, anche il ristorante». Abrazos. HF

  5. Dulce Soledad Suárez

    Este cuento (o relato) lo he leído una y otra vez, y siempre me provoca distintas sensaciones, todas bellas. El buen gusto desde la sencillez. En cuantos lugares en donde sus habitués se la dan de bacanes, debieran intentar interpretar estas letras; les haría bien, vivirían mejor. Desde lo sencillo.
    Gracias por hacer este sitio; aprendo mucho; gracias por este aporte a la cultura.
    Con afecto,
    Dulce Soledad Suárez

  6. Daniel Campos

    Coméntenle al autor que he disfrutado una tibia noche florentina escuchando una entretenida historia árabe y tomando un excelente vino.

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