No Necesitamos Pactos de la Moncloa

¿Cuándo se cae al abismo, no se puede volver a empezar? ¿Existen ejemplos de países de vocación imperial, que hayan rodado hacia abajo hasta la desesperación, para levantarse y mostrarse orgullosos después?

Partiendo de un análisis muy pesimista sobre la situación nacional, muchos dirigentes políticos vienen reclamando desde hace tiempo la celebración de una Moncloa argentina, como única vía posible para lograr la unión nacional. Puesta la cuestión en esos términos, sería aconsejable mirar el original (los Pactos de la Moncloa de España), antes de ensayar la réplica.

En primer lugar, es menester contestar de manera positiva a algunos interrogantes: ¿es posible aún creer que la Argentina es un espacio para hacer? ¿ no partieron ya los trenes hacia las estaciones de progreso económico, social e institucional? ¿Hay manera de pensar un nuevo comienzo? Lo real es que la caída  al abismo de los años 2001 y 2002, que pusieron un final real y definitivo a la década de los ´90, en la que el país perdió gran parte de su patrimonio, a la par que se endeudaba y descuidaba sus bienes más preciados como la salud, la educación, la seguridad, en lo que se dio en llamar la bienvenida tardía a América Latina, tal vez hubiese sido detenida con un pacto de unión nacional, un pacto fundacional como lo fueron los preexistentes a que hace alusión el Preámbulo de la Constitución. Pera ello no ocurrió, y hoy la Argentina luce sudamericana como nunca antes. Tiene una identidad propia, para mal o para bien, y debe pensar con seriedad en encarar un proyecto de desarrollo con inclusión, una cuestión central que los gobiernos siempre dejan pendientes (el actual, desde luego que también). Pero no necesita copiar una Moncloa para enfrentar el desafío, porque algunos de los contenidos de aquellos pactos, los argentinos los hemos resuelto ya. Pagando precios demasiado altos para tener que repetirlos hoy.

España fue, durante mucho tiempo, el imperio en el que no se ponía el sol. Luego por siglos sufrió una decadencia extrema y constante. En el siglo XX era un país derrumbado, dividido, desintegrado, mustio. Su gloria era el pasado, y nada parecía augurar más que miserias y enfrentamientos. Pierre Vilar da a ese respecto la siguiente descripción: “Hacia 1930 (…) conocí pueblos y hombres cuya cultura, en el sentido etnológico de la palabra, era del siglo XIII: Cristo, los santos, el diablo, los judíos (“judíos” totalmente imaginados) representaban en ella el papel más familiar (…) Por el contrario, en muchos pueblos andaluces “lo imaginario”  del pueblo puede ser un milenarismo revolucionario y –por ejemplo en los círculos culturales preferidos por los anarquistas barceloneses- un ateísmo militante toma aspecto de fe mística en una mejora de la humanidad por el triunfo de la razón sobre la superstición y el dogma”.

Un cuadro que no asignaba espacio a la esperanza. Sobre eso sobrevino la peor calamidad: una guerra civil. La muerte entre hermanos, media España hacia el exilio; la otra mitad, la vencedora, en la oscuridad y la venganza: cientos de miles de muertos en las cárceles de uno y otro bando. Cuarenta años de Franco hundida en el subdesarrollo, apartada de la modernidad, fuera del mundo.

Sin embargo, España se rehizo. Entendió las señales que emitía Europa, concebida esta como comunidad; en ellas encontró incluso un lugar para sus fuerzas armadas, en  la OTAN, a pesar de su pasado franquista. Demostró que siempre existe un camino para el cambio,  incluso apelando a la desmemoria, como concepto clave de su transición política.

La cita de los Pactos de la Moncloa es frecuente cuando se trata de pensar en la unión nacional. En la Argentina ciertas veces se acude a la invocación de la Moncloa ignorando su contenido, y sin tener en cuenta la situación española posterior al franquismo. Aún hoy en España los extremismos lamentan aquellos pactos. La extrema derecha, porque evitaron un golpe de mano totalitario. Izquierda Unida porque anhelaba una revolución, recordando con nostalgia y no disimulada decepción el contexto de acuciante crisis económica y conflictividad social y política que se vivía por entonces, lamentando la «generosidad» y la «concepción solidaria de la sociedad» que mostraron los dirigentes del PCE y del PSOE,  que cayó como agua de mayo en el Palacio de la Moncloa, sede del Gobierno, incapaz de sacar adelante una serie de medidas que urgían a la burguesía -¡vaya con el lenguaje que utiliza IU!-, como imponer un tope salarial y facilitar los despidos, sin implicar a los dirigentes de los principales partidos obreros.

Para salir de la crisis sin afectar la transición a la democracia, dentro de un contexto internacional muy favorable por la influencia del modelo de integración comunitario europeo y la estrategia de la OTAN como un norte previsible, los españoles pospusieron los intereses particulares, por “los intereses nacionales superiores». Que el PSOE lo hiciera se entiende: en un futuro más o menos próximo, sería gobierno. Más loable fue la actitud del PCE, que no sólo no sería gobierno, sino que además había sufrido de Franco la peor represión. Pero había que ser realista y llegar a una política de consenso. Esa era la justificación formulada por parte de la dirección del PCE y el PSOE. Según Santiago Carrillo, con el acuerdo se iba a sacar al país de la crisis en el plazo de un año y medio. Ramón Tamames, entonces en el PCE, aludía al ruido de sables como amenaza a los que se oponían: «Si fracasa este programa vendrá un gobierno autoritario».

A mediados de 1977, la situación económica general en España era de colapso. Las reservas de divisas eran mínimas, las exportaciones no cubrían siquiera el 50% de las importaciones, la deuda externa crecía. La crisis mundial, desde luego, no era ajena a España, cuya base capitalista era débil, desarrollada bajo la protección del Estado franquista, sobre la base de una financiación barata. La inversión privada había descendido un 4% en términos reales, arrastrando hacia la depresión a todo el sistema económico. Las fugas de capital hacia el extranjero se producían a diario. Entre 1975 y 1977 salieron de España, para ser depositados en el extranjero, más de 200.000 millones de pesetas. Hubo un marcado cierre de miles de empresas, con un saldo de más de un millón de trabajadores desocupados.

En junio, se devaluó en forma oficial la peseta un 20%, que se sumó al 10% de meses anteriores. Se disparó la inflación, que llegó a fin de año al 30%, aunque medida entre los meses de junio y julio alcanzó el 47%. La devaluación, como siempre, implicó reducción salarial. Esto robusteció la necesidad de un pacto social. Desde el mes de enero de 1976 hasta las elecciones del 15 de junio de 1977 –esto es, en año y medio–, 7.514.000 trabajadores participaron en huelgas, una cifra equivalente al 88% del total de asalariados en la época. Los datos reflejan el alto nivel de conflictividad que existía con el fin del franquismo. Semejaba una situación prerrevolucionaria. Los conflictos se sucedían sin interrupción, afectando a todos los sectores. En Enero de 1977 se produjo el asesinato de cinco abogados laboralistas en su despacho de la calle de Atocha de Madrid. En el mes de mayo, la represión de la policía en Euskadi terminó con un saldo de seis muertos y  una huelga general en el País Vasco. Ante esa situación, se destacó la comprensión de la dirigencia española, en especial el PCE de Ramón Carrillo, un antiguo luchador antifranquista, que procuró sostener la democracia sin ahondar en el conflicto gremial, aceptó la Monarquía y defendió los Pactos de la Moncloa, firmados el 5 de octubre de 1977. Al acuerdo entre el Gobierno de Adolfo Suárez y los partidos de la oposición se llegó tras varias reuniones que se fueron efectuando en los meses previos. Primero, entre los responsables del Ministerio de Economía y Hacienda y los dirigentes de UGT y CCOO. Más tarde, con los dirigentes de los partidos de la oposición visitando el palacio de la Moncloa. El gobierno de la UCD de Suárez, salido de las primeras elecciones generales democráticas desde febrero de 1936, era un gobierno débil, incapaz de aprobar y llevar a cabo por sí solo el paquete de medidas urgentes contra la crisis. Fue necesaria la unión nacional, con el compromiso de los dirigentes del PSOE y del PCE, que aceptaron un plan de ajuste de la economía, con una política monetaria restrictiva, que desde luego en lo inmediato produciría quiebras empresarias y aumento de la desocupación. El Pacto concedía incluso el derecho al despido libre de hasta el 5% de las plantillas de los trabajadores, y el tope al crecimiento de los salarios se fijaba en función de la inflación prevista por el gobierno para el año siguiente, que sistemáticamente era menor que la registrada en el anterior. El tope salarial se estableció en el 20%, que fue la previsión de inflación del gobierno para el año 1978. El Pacto también contemplaba una serie de contrapartidas al esfuerzo del ajuste, como cambios en la gestión de la Seguridad Social, mejora en la educación, protección de los derechos sindicales, etcétera. En lo político, reglamentaba el derecho de reunión, por caso, en una suerte de reducción de derechos políticos que la tranquilidad del Reino necesitaba, para avanzar hacia un norte determinado: la integración con Europa, el desarrollo económico, el bienestar general. Se trataba de objetivos mediatos, pero en algún momento la dirigencia tomó un rumbo determinado; abandonó aquella España de la Guerra Civil, en la que convivían el voluntarismo de ciertos partidarios de la República de 1936, con la España del siglo XIII, según la cita de Vilar, un país inviable, y se encaminó al futuro, por senderos que ya no habría de abandonar.

De alguna forma, aquella situación española tiene una suerte de semejanza con los constituyentes norteamericanos de 1787, aquellos que abandonaron un mundo poblado de griegos y pensadores universales, en búsqueda de su destino como sociedad democrática, desarrollada y de movilidad social. O con el Brasil de hoy, en el cual su dirigencia persiste en un proyecto de desarrollo que se inauguró hace más de medio siglo.

No se vieron resultados inmediatos, pero sí mediatos. En el año 1978, los salarios no aumentaron, pero sí la inflación. En Barcelona, de enero a agosto, 1.523 empresas presentaron expedientes de regulación de empleo. Incluso haciendo un balance global de los efectos del acuerdo en la situación económica, los economistas más objetivos reconocen que no hubo otro logro que una rápida recuperación de los excedentes empresariales, pero que no se consiguió despejar los fantasmas de la crisis y el estancamiento sobre la situación económica. El paro siguió aumentando, la inflación se mantuvo en el 24% en los doce meses siguientes al acuerdo, y sectores fundamentales de la industria (siderurgia, metalurgia, textil, calzado, naval, automóvil) siguieron deteriorándose. La inversión mantuvo tasas negativas. Ni el sustancial cambio en la situación política que supusieron los Pactos y la Constitución condujeron a una recuperación de la inversión hasta muy avanzados los años ‘80. Hacia finales de 1979, la crisis económica incluso se agudizó. La economista Miren Etxezarreta recuerda que: «el crecimiento se reducía convirtiéndose en estancamiento, se destruían puestos de trabajo, reaparecían los desajustes con el exterior, la inflación seguía presentando todavía niveles muy elevados y el desequilibrio era creciente en las cuentas del sector público. No se había resuelto ninguno de los problemas estructurales importantes con los que se enfrentaba la economía».

La Argentina, después del reproche a los dictadores que significaron los juicios a las juntas, y habiendo pagado ya varias veces el precio con sus sacrificios en lo económico y social durante las crisis de 1989, 1990, 1994, y 2001, no necesita de pactos como los de la Moncloa.

Lo que en verdad precisa es un cambio que le permita instalar la piedra fundamental de un modelo de desarrollo inclusivo por medio de un gobierno limpio y lúcido que dirija un futuro de progreso en una tierra de riqueza inexplorada, y para mejor sin los sobresaltos propios de tsunamis y terremotos cotidianos.

2 pensamientos en “No Necesitamos Pactos de la Moncloa

  1. Federico G. Polak Autor de la entrada

    Una vez más muy agradecido por sus comentarios, Dulce. Coincidimos. Fui un sostenedor del Pacto de Olivos, que evitó que Carlos Menem reformara la Constitución Nacional a su sola voluntad. Pero admito que a la luz de lo que pasó después, hay abundante materia para el debate. Y también admito que muchas de las incorporaciones que se hicieron al texto constitucional no han funcionado, o han funcionado mal.

  2. Dulce Soledad Suárez

    Magnífico análisis Federico Polak (no me sorprende). Coincido con usted y agrego que antes de la C.N. ya contábamos con pactos preexistentes y que puego de la Constitución de 1853-60, en mi opinión, no era necesaria ninguna otra reforma… En el siglo XIX había ansias de progreso, ahora no se (salvo a nivel personal para algunos).
    ¿Es necesario continuar hablando de tantos pactos -ahora que está más de moda-? ¿No sería mejor, desde un enfoque iusnaturalista, cambiar los principios éticos de algunos y que se plasmen en acciones de bien para nuestra sociedad?
    Gracias por construir este sitio,
    saludos cordiales,
    Dulce Soledad Suárez

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