Boston
Dice la máxima que cuando uno viaja, aprende. Lo que no aclara la sentencia, o quizás lo haga en la letra chica que uno siempre se resiste a leer, es que las enseñanzas llegan del sitio más inesperado.
Cuando realicé un viaje a la costa este de los Estados Unidos en los ’90, en plena etapa del dólar barato y cuando aún no había comenzado a aumentar la desocupación, uno de los puntos que me fijé en el itinerario era la ciudad de Boston. Mi idea era, sobre todo, conocer cómo era la ciudad que albergaba en su entramado a la universidad de Harvard, caminar por sus jardines con esa esperanza infantil de que por el simple traslado del cuerpo por sitios que generan saber uno termina contagiándose de algo, como si se tratara de un virus.
Si debo ser justo, la visita a la universidad me enseñó algo. Yo viajaba solo, era el mediodía del segundo día en Boston, miraba el frente edilicio rodeado de nieve cuando un “homeless” blanco se me acercó y se ofreció a hacerme una visita guiada a cambio de que le comprase comida. Más por piedad que por convencimiento acepté la oferta, y dejé que ese hombre mugriento -la suciedad protege del frío-, que vivía en la calle y vestía harapos, me condujera por los jardines y me señalara los distintos edificios para explicarme con lujo de detalles qué carreras brindaban y qué premios Nobel habían salido de cada uno. En ese paseo varios de los estudiantes saludaban al “homeless”, al que para el relato bautizaremos John, y él les devolvía las gentilezas siempre con una sonrisa. Si su conocimiento acerca de la universidad parecía carecer de límites, su amabilidad no se quedaba atrás: mi inglés era rudimentario, y él repetía las explicaciones hasta que mi “ok, ok” le indicara que había entendido lo que me acababa de decir. Estuvimos así, fácil, unas tres horas, y luego lo llevé a un Mc Donald’s, a un par de cuadras. Se sorprendió de que yo solicitara dos menús y que me dispusiera a comer con él, mientras el resto de la gente nos miraba con una mezcla de simpatía y sorpresa. Cuando terminaba mi hamburguesa, le pregunté cómo era que sabía tanto de la universidad. Se encogió de hombros y me dijo “yo era profesor de física ahí”. Me contó entonces que un día renunció y se dedicó a ser vagabundo, y cuando le pregunté por qué lo había hecho respondió algo que aún tengo grabado: “¿por qué no?”. Nos despedimos con un apretón de manos, él volvió a deambular por las calles nevadas y yo a mi trayecto de turista.
Sin embargo, no fue eso lo más importante que aprendí en Boston. Las enseñanzas de esa ciudad habían comenzado un día antes, a pocas horas de que el tren que tomara en Nueva York hubiese arribado a la terminal a eso de las 7 de la mañana. Me dirigí al hostel en el que había hecho la reserva, dejé la mochila en un locker y partí a comenzar mi vida como turista.
La costa este de los Estados Unidos está compuesta fundamentalmente por sitios donde se desarrollaron las revueltas contra los ingleses que les permitieron la libertad. En Washington, por supuesto, el epicentro político. Pero también en Philadelphia puede encontrarse la Liberty Bell. En Boston existe lo que se llama el Freedom Trail, que es el recorrido que se hacía a caballo para alertar a los revolucionarios que había comenzado la Historia. Son unos tres o cuatro kilómetros que, además, permiten descubrir puntos de Boston de una gran belleza arquitectónica, que muestran una especie de Londres en miniatura.
El problema es que, como dije, realicé el viaje en enero, y las temperaturas apenas si acariciaban los cero grados. El frío era abrumador, y la mejor forma de paliarlo era introducirme en bares y beber café. No sé si alguna vez estuvieron en Estados Unidos, pero allá el café se sirve en vasos grandes. Muy grandes.
Luego de hacer escala en un Burger King, un Mac Donald’s y otro bar, el haber tomado tres cafés largos, eternos, comenzó a generar efecto. Sentía unas crecientes ganas de ir al baño a hacer pis. A esa altura, para completar el Freedom Trail me faltaba menos de un kilómetro, y no deseaba abandonar, por lo que decidí entrar a otro bar y, con la excusa de un cuarto café largo, poder utilizar el baño. Lo hice, pero, para mi sorpresa, cuando termino la bebida y pregunto dónde estaba el baño me indican que estaba fuera de servicio. Mi cara debe haber expresado una cierta desesperación, porque de inmediato la empleada me indicó que cruzando el puente que atravesaba el río Charles había una base militar, donde finalizaba el Freedom Trail y tenían baño público.
Salí del bar con cierta premura. Miré el horizonte. Lo que me separaba del destino final para saciar los riñones eran cerca de cuatrocientos metros cubiertos de nieve. Los enfrenté con resignación y pasos cortos y rápidos. A cada uno que daba intentaba convencerme de que iba a lograrlo, pero los riñones empujaban y gritaban que quizás estaba pidiendo demasiado.
Atravesé el puente y entré en la base militar, casi desierta. A partir de ahí fue más rápido, porque el camino era cuesta abajo. Pero eso mismo hacía los pasos más rápidos y la urgencia más imperiosa. Vi una construcción baja y deduje que ahí eran los baños. Me repetía que podía lograrlo, y conseguí terminar la cuesta abajo y pisar cemento. Logré, incluso, subir los dos escalones que llevaban al edificio cúbico. Había tres puertas cerradas. Llegué incluso y apoyar la mano en el picaporte de una de ellas, y cuando lo intenté accionar descubrí que estaba cerrada con llave.
Sentí una mezcla de sorpresa y horror. Sentí, también, un calor creciente en la pierna derecha, contagiado luego a la izquierda. Sentí, además, un placer irrefrenable que me empujaba a liberar, ahí, en pleno día, en un sitio público, todo el líquido acumulado.
Apenas terminé y el vapor comenzaba a surgir de mis pantalones, se abrió una de las otras dos puertas. Ése era el baño. El militar me miró como si yo fuese un extraterrestre, temí que pudieran detenerme por haberle faltado el respeto a un espacio público e hice lo único que se me ocurrió. Giré, simulé que me tropezaba y fui a parar al piso nevado. Me revolqué un poco en la nieve para que el agua helada me empapase la ropa y cubriera el otro líquido que comenzaba a enfriarse. El militar me ayudó a levantarme y me dijo que hacía mucho frío, que lo mejor era que fuese al hotel a cambiarme la ropa mojada o me iba a enfermar.
Eso, aprendí en Boston en aquel viaje. Que no conviene ir en invierno o te meás encima.
- Pacto de sangre
- The sporting Spirit
Muchas gracias por participar en el blog. Hay de todo como en botica. Autores célebres, también aficionados , alguna que otra cosa tomada de los diarios, y relatos propios. Saludos
Excelente relato, muchas gracias por compartirlo. Saludos cordiales.
Dulce, es una colaboración muy divertida de Grillo Truba
Impresionante el profesor de física… ¡Y el baño fuera de servicio! Es cierto; cuando uno viaja, aprende. Y agrego, «Viajando solo, se aprende más».
Lindísimo relato,
saludos cordiales,
Dulce