Las mejores películas de Woody Allen

De baja estatura, delgado, poco agraciado, un pelo pelirrojo casi siempre enmarañado y unas gafas que le confieren ese aspecto de eterno nerd entrado en años. Gran admirador de Groucho Marx, a él le atribuyó el chiste que ponía la puntilla a una de sus mejores películas. Precisamente, aquella en la que aseguraba haber pasado su feliz infancia bajo una montaña rusa de Coney Island, quizá exagerando o transformando sus recuerdos al modo en que lo hacía otro de sus grandes amados, Federico Fellini. Aquella infancia, cierta o no —pero en todo caso, sincera—, fue el caldo de cultivo en el que empezó a desarrollar su interés por el sexo opuesto, el principio de una ajetreada vida sentimental por la que pasarían varias de sus musas y que le enviaría más de una vez al diván de su psicoanalista, una práctica cuya popularidad amplificó a través de su cine. Durante décadas, se tumbaría allí para hablar del sexo —otra de sus principales obsesiones— y la muerte, sobre la que asegura estar en contra, pero a la que constantemente ha recurrido como tema, seguramente influido por la alargada sombra de Ingmar Bergman, a quien ha aludido y emulado en varias obras.

Ateo fuertemente marcado por su orígenes judíos y con un punto narcisista, Allan Stewart Konigsberg, más conocido como Woody Allen, fue guionista de televisión en los 50 y monologuista en la escena del stand-up neoyorquino en los 60, antes de convertirse en una de las figuras más reconocibles del cine. Hoy, es uno de esos personajes inseparables de la persona que llevan décadas instalados en la imaginería colectiva, una identidad que ha esculpido con su propia presencia en pantalla o con la de otros actores que han interpretado su arquetipo neurótico e inseguro. A sus 76 años, Allen tiene a sus espaldas una vasta filmografía que se acerca al medio centenar de producciones, cifra que sigue aumentando año tras año. En las líneas que siguen, repasamos una trayectoria en ocasiones magistral, habitualmente espléndida y algunas veces menor, pero siempre interesante.

“Annie Hall” (1977). Fabulosa radiografía de las relaciones sentimentales, “Annie Hall” desarmaba emocionalmente a sus personajes con gran sensibilidad y remataba su tesis con un viejo chiste atribuido a Groucho Marx que Woody Allen contaba directamente al espectador. Antes de eso, los altibajos del romance con una radiante Diane Keaton, los recuerdos dolorosos y también los más queridos, el desconcertante primer beso y el caos de cocinar langostas, la presentación formal en una partida de squash y un viaje a Los Ángeles en el que todo sale mal. En definitiva, uno de los recorridos por el microcosmos de la pareja más bellos y honestos que el director haya conseguido, también el que le valió su mayor triunfo en los premios Oscar®, derrotando al fenómeno taquillero de aquel año, “La guerra de las galaxias” (George Lucas, 1977).

“Manhattan” (1979). Canción de amor a una ciudad, al escenario de su cine y su vida, “Manhattan” empezaba con una selección de estampas en blanco y negro de una Nueva York bajo la rapsodia en azul de George Gershwin y la voz de Allen dictando y rectificando el primer capítulo de la historia que empezaba. Probablemente, el mejor comienzo de una película suya, evocado décadas después con la apertura de “Midnight in Paris” (2011). Diane Keaton, durante años su compañera sentimental, fue de nuevo la protagonista en este poema en blanco y negro que es uno de los títulos más queridos de su autor y que, además, contiene la imagen más icónica de todo su cine: la pareja sentada en un banco frente al puente de Brooklyn, inmortalizada por el arte de su fiel director de fotografía, Gordon Willis.

“Delitos y faltas” (1989). Atendiendo a la rama más oscura y negra de su carrera, aquella que corresponde a temas como el crimen, la culpa y el castigo, la obra cumbre de Allen es, sin duda, “Delitos y faltas”. Una tragedia llena de personajes enfrentados a dilemas morales drásticos que llevaban a conclusiones tremebundas. En ella, brillaban con luz propia un gélido Martin Landau y una desesperada Anjelica Huston que ensayarían el fatal giro dramático que años más tarde veríamos en “Match point” (2005). Una joya pesimista, perturbadora y difícil de olvidar.

“Hannah y sus hermanas” (1986). Quizá uno de los mejores guiones de Allen, “Hannah y sus hermanas” exploraba los avatares sentimentales de tres hermanas interpretadas por Mia Farrow, Barbara Hershey y Dianne Wiest. Los denominadores comunes sentimentales de esas hermanas eran Michael Caine, Woody Allen y Max von Sydow, tres hombres enamorados que encontraban diferente suerte al final de la película. En el recuerdo, un memorable chiste sobre el onanismo como forma de amor propio y una preciosa escena conclusiva: lo que antaño empezó como una cita desastrosa, se convierte en un anuncio a sotto voce del nacimiento de una familia.

“Desmontando a Harry” (1997). «¿Sabes lo que es un agujero negro?», le preguntaba Harry Block (Allen) —apellido nada fortuito para un escritor en crisis— a la prostituta interpretada por Hazelle Goodman. «Sí, con lo que me gano la vida», contestaba ella. El excelente guion de “Desmontando a Harry” recogía un remake encubierto de la obra maestra “Fresas salvajes” (Ingmar Bergman, 1957), en el que el personaje titular, odiado por buena parte de sus amigos, ex-mujeres y parientes, buscaba a alguien que quisiera acompañarlo a una universidad en la que iba a recibir un homenaje. Un filme sobresaliente y a menudo infravalorado que recogía una de las subtramas más deliciosas de todo el cine de Allen: la del actor Mel, encarnado por Robin Williams, que veía como se desenfocaba repentinamente en un rodaje, sumergiéndose en una atípica forma de crisis existencial.

“Maridos y mujeres” (1992). Dos matrimonios quedan para cenar. Jack (Sydney Pollack) y Sally (Judy Davis) comunican a Gabe (Allen) y Judy (Mia Farrow) que van a separarse, a tomarse un tiempo para vivir de forma independiente. El anuncio cae en los primeros como un jarro de agua fría, y empiezan a surgir dudas sobre su propia relación. “Maridos y mujeres” era un filme oscuro, profundamente turbador sobre la frágil seguridad que sostiene las relaciones. Uno de los mejores y más desgarradores trabajos del director.

“Misterioso asesinato en Manhattan” (1993). Si hay una película en la que convergen el noir desenfadado y la comedia de manera impecable, esa es “Misterioso asesinato en Manhattan”. Brillante y mordaz, estaba llena de gags inolvidables propiciados por las desventuras de un matrimonio que investigaba a un vecino a quien creían sospechoso de haber asesinado a su mujer. Además, contaba a su favor con secundarios magníficos como Anjelica Huston, Alan Alda o un Jerry Adler que por aquel entonces empezaba su carrera como actor. También, incluía una de las citas allenianas más célebres: «Cuando escucho a Wagner durante más de media hora me entran ganas de invadir Polonia».

“Midnight in Paris” (2011). Su carácter simpático y ciertamente entrañable puede llevar a reducir “Midnight in Paris” a la categoría de título menor. Sin embargo, debajo de su fachada amable, este cuento de ambientes parisinos esconde un más que sorprendente ataque a la nostalgia, dispuesto a derribar la sempiterna afirmación de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Y lo hacía mediante una operación, de nuevo de apariencia facilona, pero de nuevo con un reverso de lo más audaz: el viaje a través de los ídolos del escritor interpretado por Owen Wilson —trasunto de Allen, por supuesto— que, en el fondo, no dejaban de ser reducciones a los estereotipos culturales generados por la perspectiva de un turista norteamericano en la capital francesa.

“Match point” (2005). Años después de la magistral “Delitos y faltas”, “Match point” suponía una vuelta más explícita, de un tono más operístico, al crimen y el castigo de Dostoievsky. Rodada con una pulcritud y una precisión extraordinarias, la primera incursión londinense de Woody Allen era una tragedia con la suerte y la moral como centros gravitatorios, con una sensual Scarlett Johansson, un fascinante Jonathan Rhys Meyers y una memorable escena de sexo bajo la lluvia que pasa por ser el momento de mayor erotismo que jamás haya filmado el director.

“Balas sobre Broadway” (1994). Comedia con la escena de Broadway de los años 20, en ella John Cusack era un fracasado autor teatral (John Cusack) que conseguía financiación para su nueva obra gracias al dinero de la mafia. Las condiciones: escribir un papel para la novia del gánster y productor, Olive (Jennifer Tilly). El guardaespaldas que la acompañaba a los ensayos era Cheek (Chazz Palminteri), quien acaba destapando en sus sugerencias de cambios para la obra un extraordinario talento artístico. “Balas sobre Broadway” era una sobresaliente comedia sobre la inspiración y el genio creador, capaz de surgir de los rincones y personas más inesperadas.

“Zelig” (1983). Se trata de uno de los trabajos más extraños de Woody Allen, un falso documental en el que encarnaba a un personaje con una insólita capacidad: la de asumir las características tanto físicas como psíquicas de las personas con las que se encuentra para caerles bien. Leonard Zelig se convertía así en todo un fenómeno durante los años 20 y 30, codeándose con celebridades y apareciendo en el mismo plano que Adolf Hitler, un efectivo trucaje visual del que tomaría buena nota Robert Zemeckis para filmar más de una década después “Forrest Gump” (1994).

“Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo pero nunca se atrevió a preguntar” (1972). Con un largo y provocativo título, su tercer largometraje —si descontamos “What’s up, Tiger Lily?” (1966), en la que básicamente dobló una película japonesa para darle un nuevo sentido a la trama— fue también una de sus comedias más celebradas, una inspirada serie de capítulos en torno a uno de sus temas predilectos, el sexo, explicado desde el pasado y el futuro, desde fuera y desde dentro. Memorable, en particular, la última secuencia, en la que el interior de un organismo masculino se prepara para llevar a cabo el coito.

“La rosa púrpura del Cairo” (1985). Sentido homenaje al cine, “La rosa púrpura del Cairo” es uno de esos casos en los que Allen introduce en su comedia un elemento fantástico. El título se debe a la película favorita del personaje de Mia Farrow, una camarera que durante los años de la Gran Depresión se refugia en el cine para escapar de su gris realidad cotidiana. Un día, el galán de esa ficción (Jeff Daniels) se fija en ella, sale literalmente de la pantalla y comienza así un insólito romance metacinematográfico.

“Acordes y desacuerdos” (2000). Clarinetista y apasionado del jazz, en “Acordes y desacuerdos” se entregó a su afición de una manera muy particular: con un falso biopic centrado en Emmet Ray, el segundo mejor guitarrista del mundo durante los años 30 —el primero, eterno objeto de envidias de Ray, era Django Reinhardt—. Sean Penn bordó su papel de músico imprevisible, de vida desastrosa pero genial con una guitarra en sus manos, enamorado de una dulce y muda Samantha Morton, aunque en su camino se cruzara toda una femme fatale como Uma Thurman. Una pequeña joya, tan cautivadora como su imprescindible banda sonora.

“Broadway Danny Rose” (1984). Rodada en blanco y negro, el Broadway del título era un restaurante que servía como centro de reunión para un grupo de grandes actores que intercambiaban anécdotas y recuerdos, y Danny Rose era el propio Allen interpretando a un representante de algunos de los artistas más calamitosos del mundo del espectáculo. Una comedia con un protagonista caótico, Mia Farrow, mafiosos, música jazz de fondo y algún que otro patético representante del show business.

“Días de radio” (1987). Una familia en torno al transistor; la fascinación cotidiana por los sonidos que llenan los rincones de una casa; la imaginación de un niño judío que se dispara con las palabras que surgen de esa extraña caja de metal. “Días de radio” era otro homenaje a otra de las pasiones del cineasta: la radio con la que creció, la era dorada de un medio capaz de ilusionar, entretener, aterrorizar a todo un país con la narración de Orson Welles. Un título pequeño, con pequeñas dosis de nostalgia e imágenes costumbristas.

“El dormilón” (1973). En esta peculiar comedia de ciencia-ficción, Woody Allen despertaba tras 200 años de hibernación en una sociedad totalmente irreconocible para él: un país gobernado por un estado policial, poblado por súbditos y en el que el sexo se lleva a cabo por mediación de una máquina llamada Orgasmatrón. Sin quererlo, su personaje se convertía en el líder de una revolución, secuestraba a una burguesa Diane Keaton y hasta acababa disfrazándose de autómata o de hortaliza, según la ocasión lo requiriera.

“Toma el dinero y corre” (1969). Tras el experimento “What’s up Tiger Lily?”, “Toma el dinero y corre” fue el primer largometraje escrito, producido y dirigido por Allen. Rodada en San Francisco y en la prisión de San Quentin, esta historia de un aspirante a ladrón que se choca una y otra vez con su inutilidad para el oficio fue el éxito que inauguró su carrera, y por tanto, la semilla de un cine que iba a seguir cosechando hitos por más de cuarenta años.

Las variaciones Allen. Son muchas las comedias que se proponen como variantes de los temas que recorren su filmografía, varios los actores que han reemplazado a su nerviosa y gesticulante figura o que han compartido con ella neurosis y obsesiones. Pensemos en el Larry David de “Si la cosa funciona” (2009), quizá uno de sus trasuntos más perfectos, o en el Jason Biggs de “Todo lo demás” (2003), que pareciera postularse como válido heredero del arquetipo. No es menos interesante asistir, por ejemplo, a otros títulos en los que el personaje en cuestión se refuerza con la réplica femenina: fue el caso de una estupenda Mira Sorvino en “Poderosa Afrodita” (1995), Helen Hunt en “La maldición del escorpión de Jade” (2001) o la ingenua Scarlett Johansson de “Scoop” (2006). A veces, el peso queda transferido por completo al personaje femenino sobre el que gira la obra: Radha Mitchell en “Melinda y Melinda” (2006), Gena Rowlands en la dramática “Otra mujer” (1988) y Mia Farrow en la —literalmente— fantástica “Alice” (1990).

Otras vetas de las que recuperar variantes diversas del cine de Allen son: la de la sátira política, en “Bananas” (1971), sobre la historia, en “La última noche de Boris Grushenko” (1975), o la industria del cine, en “Un final made in Hollywood” (2002); la de la huella de su amado Ingmar Bergman, en “Interiores” (1978), “Septiembre” (1987) y “Sombras y niebla” (1991), o la de su igualmente admirado Federico Fellini, en “Recuerdos” (1980); la del criminal fracasado, en “Granujas de medio pelo” (2000); la de las parejas de amigos en una reunión que trastoca sus órdenes emocionales, en “La comedia sexual de una noche de verano” (1982); y la del musical romántico, que adelantaba su etapa europea en la coral “Todos dicen I love you” (1996).

Algunas rarezas. Aunque comúnmente se acepta “Toma el dinero y corre” como su debut oficial tras la cámara, en 1966 Allen había llevado a cabo un extraño encargo que en realidad figura como su primer trabajo para cine: “International Secret Police: Key of Keys” era un filme japonés de espías dirigido por Senkichi Taniguchi, con el que la productora AIP no sabía muy bien que hacer; así, el presidente de la compañía pidió al entonces guionista —un año antes había escrito el libreto de “¿Qué tal, Pussycat?” (Clive Donner, Richard Talmadge, 1965), en la que además tenía un papel— que doblara de nuevo la película, y éste convirtió un relato de acción en otro sobre la receta de la mejor ensalada de huevo del mundo, titulado “What’s up, Tiger Lily?”. Aparte de esta bizarra ópera prima, Allen cuenta con no pocas rarezas, tales como el cortometraje “Men of Crisis: The Harvey Wallinger Story” (1971), parodia sobre la administración Nixon, o la TV-movie “Los USA en zona rusa” (1994), en la que una familia causaba un conflicto internacional en plena Guerra Fría. Asimismo, firmó uno de los segmentos documentales proyectados en el concierto benéfico organizado en Nueva York el 20 de octubre en respuesta a los ataques terroristas del 11-S, y dirigió uno de los tres episodios de “Historias de Nueva York” (Martin Scorsese, Francis Ford Coppola y Allen, 1989), en el que era un abogado que mantenía una traumática relación con su madre. Como actor en películas ajenas, podríamos dedicarle todo un capítulo a repasar esa faceta, que va desde su intervención en la parodia colectiva “Casino Royale” (1967) como Jimmy Bond a su protagonismo en el documental “Wild man blues” (1998), que le seguía en una de sus giras de conciertos como clarinetista, pasando por el acosado personaje de “La tapadera” (Martin Ritt, 1976), un guionista señalado como objetivo de la Caza de Brujas, o “Sueños de un seductor” (Herbert Ross, 1972), en la que Humphrey Bogart le asesoraba para seducir al sexo opuesto.

Allen polémico. Dos nombres de mujer más el de una ciudad invocan una de las obras más controvertidas de Woody Allen. “Vicky Cristina Barcelona” (2008) fue generalmente atacada bajo la acusación de postal turística de la ciudad condal, en la que el director ubicaba una tórrida fantasía sexual conformada por Javier Bardem, Penélope Cruz —que ganaría el Oscar® por su interpretación de amante ciclónica— y Scarlett Johansson. Sin embargo, otra crítica más favorable —fundamentalmente, la norteamericana— demostró su aprecio por ella desde otras virtudes: su romanticismo encantado por los escenarios y el clima del verano, la naturalidad del triángulo de afectos y un discreto tono de melancolía, de pérdida que llega con el final del estío. Otra de las grandes discutidas —o incluso, de las menos queridas— es “Cassandra’s Dream” (2007). Hermana pequeña de “Match point”, la derrota en las comparaciones se hizo inevitable tratándose de una cinta más gris —el Londres más descarnado, menos turístico—, antipática y menos dada a la pulcritud y la tragedia operística de aquella. No obstante, el drama de los dos hermanos encarnados por Ewan McGregor y Colin Farrell escondía conclusiones más desgarradoras, más pesimistas sobre el peso de la culpa remarcadas por la memorable banda sonora de Philip Glass.

Hay dos trabajos más en su larga carrera cuya mención consigue torcer el morro a más de un espectador, pero que seguramente merecerían un mayor debate en el contexto de su filmografía. Uno es “Conocerás al hombre de tus sueños” (2010). El cuarto largometraje que Allen rodó en Londres encuentra una identidad más disociada de su trilogía anterior sobre la capital británica, entre otras cosas por su tono intencionadamente aséptico, difícil de encajar por una parte del público que se ha acostumbrado a esperar, año tras año, otra comedia entre la ligereza y la excelencia. No es el caso. “Conocerás al hombre…” expone las mismas tesis de siempre, las mismas relaciones de siempre, pero está recorrida por una desesperanza difícil de rastrear en todo el cine previo del realizador. Además, contiene uno de los planos que mejor representan la naturaleza del deseo: aquel en el que Josh Brolin vuelve a ver y a desear, a través de una ventana, a la mujer que abandonó. El otro título que se ha ganado no pocos detractores es “Celebrity” (1998), fresco en blanco y negro sobre las miserias de la fama, y una inmersión en la insoportable levedad del mundo de las celebridades que, paradójicamente, se consolidaba entre el retrato superficial y la vocación de reproducir la tremebunda decadencia de la clase alta que Fellini había captado en “La dolce vita” (1960).

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